jueves, 3 de enero de 2008

FAHRENHEIT 451

(1966, Francois Truffaut)

Escribe: Rogelio Llanos Q.

Fahrenheit 451 hace referencia a la temperatura a la que se queman los libros. En este caso, en una sociedad totalitaria donde la palabra escrita está prohibida. Ciertamente, nos encontramos en una hipotética ciudad del futuro y en el dominio de la ciencia ficción.

Basándose en la novela homónima de Ray Bradnury, Truffaut nos introduce en un mundo poblado de antenas y pantallas de televisión, que ejercen el control ideológico de los habitantes y donde los bomberos no apagan los incendios sino, más bien, los provocan.

Que Truffaut haga ciencia ficción no es más que un pretexto para llevar adelante su propósito real: rendir un cálido homenaje al libro, haciendo de él todo un personaje. Así en la película los libros están hasta en los lugares menos imaginables (una tostadora, por ejemplo): muchos serán quemados y potros evocados. Y este homenaje se prolongará hasta que los hombres se conviertan al final en libros vivientes.

Fahrenheit 451 evita exhibir la parafernalia propia del género. Truffaut instala una atmósfera enrarecida a través de la observación de la gente que deambula por un mundo frío –a pesar de la generosidad con que se usa el fuego- y analfabeto, pese a la alta tecnología supuestamente alcanzada.

En el universo de Fahrenheit 451 sólo hay miedo, incomunicación, automatización y delación. La vida se ha reducido a mirar los programas anodinos de la televisión y al cumplimiento de los dictados de un cerebro ordenador.

Pero no hay aquí un propósito político. Fahrenheit 451 es sencillamente la historia de un bombero, Montag (oscar Werner) que un día, por influencia de Clarisse (Julie Christie), siente curiosidad por saber cómo son los objetos que está destruyendo. De pronto, se encuentra leyendo, con la dificultad propia de un niño, el David Copperfield de Dickens. Y, entonces, el deseo de leer más, de conocer más, se apropia de él, hasta que es denunciado por su mujer y se ve obligado a nhuir.

Imágenes inolvidables resultan la del vehículo de bomberos, de rojo intenso, corriendo a cumplir con su misión; también, las de la primera lectura de Montag. Pero, sobre todo, las de la vieja dama autoinmolándose en el fuego que devora sus amados libros. Secuencia ésta que semeja todo un rito: la caída de los libros, el descenso de la mujer por la escalera, las páginas en movimiento de los libros y la imagen de los bomberos cual sacerdotes de un extraño sacrificio.
El fuego es pasión, es vida, pareciera decir Truffaut. Pero la vida no vale la pena si no hay libertad. Por ello, mientras los libros se consumen en el fuego purificador, Montag decide ser libre: rompe violentamente con su hogar y con su mundo, dirigiendo el lanzallamas contra el capitán de bomberos.

Fuera de la ciudad lo espera otro mundo. Allí en medio de la niebla, en un paisaje dominado por el gris y el blanco de la nieve (en contraste notable con los colores fuertes con los que se retrata el mundo de donde proviene Montag), lo reciben un grupo de hombres que hablan y leen en voz alta. Son los hombres – libros cuya misión es hacer perdurar el conocimiento a través del tiempo.

El final se revela inquietante. No tan feliz como pudiera parecer a simple vista. Los libros deben ser salvados. El conocimiento, el arte, la belleza deben ser preservados a cualquier precio. Para lograrlo, los hombres deben inmolarse. Montag debe dejar de ser Montag. Será Edgar Alan Poe en adelante. El dolor reside esta vez en sacrificar la propia voz para salvar otra voz, tal vez la que más amamos: ¿Stendhal, Balzac?

Trailer: