viernes, 12 de agosto de 2011

NOS MUDAMOS

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viernes, 9 de abril de 2010

EL VERDADERO NACIMIENTO DE UNA NACIÓN

INVICTUS (2009, Director: Clint Eastwood)

William Ernest Henley, poeta inglés que vivió en la época victoriana, escribió un poema que hablaba de un alma poderosa y fuerte, capaz de arrostrar los duros embates del destino y los dolores inmensos que estos golpes generan, porque “soy el amo de mi destino, soy el capitán de mi alma”. El Nelson Mandela que nos presenta Clint Eastwood es un hombre para quien el poema Invictus de Henley se ha convertido en el motor y soporte de su conducta, de su manera de ser, de su itinerario vital. “Hay un poema”, le dice a Francois Pienaar (Matt Damon), capitán de los Springboks, equipo de Rugby sudafricano, “que me ayudó en los momentos difíciles”. Y Pienaar, pregunta más que repite, “¿un poema…?” y se sorprende. Pero Pienaar no puede dejar de pensar y reflexionar sobre el poema y el hombre que lo ha transcrito para él. Pienaar no puede dejar de pensar cómo un poema pudo sostener la vida de un hombre sometido a trabajos forzados y a vivir en una celda donde apenas cabe un hombre con los brazos extendidos en cruz. Pienaar está conmocionado mientras mira el horizonte y su mente evoca la imagen de aquel hombre que sufrió la privación de su libertad por veintisiete largos años. Y ahora ese hombre, venido del mismo infierno, es presidente del mismo país que lo reprimió y golpeó, y en su corazón - gastado por los años y puesto a prueba por los conflictos políticos y desilusiones personales - sólo hay cabida para la comprensión, la tolerancia y el amor.

Y, entonces, Pienaar, que ha sido tantas veces humillado en el campo de juego, que sabe del amargo sabor de la derrota, tiene ahora en su corazón y en su mente un motivo por el que luchar. Y, bien lo sabe, sus oponentes no están sólo en los equipos contrarios; su enemigo principal está dentro del equipo donde tiene que batallar para cambiar en sus compañeros la manera de entender las cosas, donde tiene que luchar a brazo partido para que el equipo no sólo se entrene para las duras jornadas que debe enfrentar. Pienaar debe hacer que su gente fortalezca su espíritu, debe pugnar porque su equipo se abra hacia los demás, para romper esas barreras que impiden que sea aceptado por esa gran mayoría de gente de color a la que no sólo le es ajeno el verde y el oro de sus camisetas de juego, sino que, además ven en esos colores los signos más evidentes de la opresión, la violencia y la marginación que constituye su cotidianeidad. De pronto, en el alma de Pienaar empiezan a germinar las semillas de la sabiduría de aquel hombre que le regaló el poema y que llegó a entender que para gobernar un país es necesario unir a todas las razas, todas las ideas, todas las sangres. Pienaar, su equipo, los hinchas multicolores, el país todo, entonces, tuvo su mística, tuvo su victoria.

Así de emocionante es el film número treinta del viejo Clint. Próximo a cumplir sus ochenta años, Clint nos da una muestra más de su sabiduría. ¿Qué lo motivaría a hacer un film como Invictus? Quizás, la emoción producida por la enorme fuerza de voluntad del personaje. Quizás, la posibilidad de contar una historia de transmisión de valores como en aquellos filmes del viejo Oeste del inolvidable Howard Hawks, en los que el joven aprendía de la conducta y accionar de sus mayores. Tal vez el deseo de poner en imágenes la reivindicación de unos personajes castigados por la injusticia y la marginación, tema, además, muy presente a lo largo de una ya extensa y hermosa filmografía.

Porque, si bien Eastwood, pertenece al ala conservadora de su país, sus películas no son nada complacientes con la sociedad y el mundo en que vive. Por el contrario, sus filmes ponen el dedo en la llaga y arrojan muchas luces allí donde anidan las sombras de un universo que le rinde culto a la violencia, la hipocresía y la exclusión. En esa dirección, es larga ya la lista de títulos que abordan este universo de manera descarnada y directa, sin por ello, dejar de emocionar: Los Imperdonables, Un Mundo Perfecto, Río Místico, Gran Torino. Pero no dejemos de lado que para Clint, forjado en las canteras del individualismo a ultranza, admirador de aquellos personajes solitarios, libres y poseedores de una moral propia e invencible, una figura de tanto relieve como Mandela, que nunca cejó en su lucha por la libertad e igualdad de las personas, no le era nada extraña.

Sin embargo, ese matiz de desesperanza que tiñe algunas de sus películas, y la violencia extrema en la cual ha estado inmerso el país sudafricano, no está presente en Invictus. Porque si bien el punto de tangencia que tiene con los filmes mencionados, es su solidaridad con los personajes individuales que sufren la marginación y el abuso del poder, el tono impreso a la historia y a su desarrollo es el de un optimismo de buena estirpe. Es el optimismo que algunos directores clásicos supieron imponer en la pantalla, y pienso especialmente en Frank Capra (Mr. Smith goes to Washington, ¡Qué bello es vivir!, etc.). Pero, ¿por qué no pensar también en aquellos filmes de aventuras con finales felices de Michael Curtiz, donde la acción trepidante combinaba con no poca sabiduría la ingenuidad con la emoción, la que crecía conforme nos acercábamos a un final desencadenante y catártico? ¿Acaso no terminábamos de ver la película con la sonrisa en los labios?

Pues, precisamente, ver Invictus, dejarse llevar por su acción que Clint conduce a paso de carga, es volver a vivir las matinées de nuestra adolescencia donde sabíamos y sospechábamos que el triunfo estaba del lado de los buenos, y en la que nos olvidábamos por un momento de ese final previsto para disfrutar a plenitud cada detalle de la historia, cada meandro de ese río a veces sereno, a veces turbulento de una narración llena de brío y tensión, haciendo caso omiso también de los esquematismos y las figuras impolutas que se nos presentaban como personajes reales. El final, con su gran descarga emotiva y corazón rebosante de alegría, estaba garantizado. Y ahora, cuando Invictus concluye –al igual que en las películas del pasado- es inevitable que nos acompañe el mismo entusiasmo y emoción de antaño.

Morgan Freeman es un Mandela sin fisuras morales, un hombre de gran corazón y con el ánimo al tope; es el líder conductor de un pueblo que anhela salir de la miseria y la exclusión. Matt Damon personifica de manera impecable al que fue el líder de un equipo que luego de ser símbolo de la opresión pasó a ser el símbolo de la unidad racial. Con ellos, un correcto conjunto de actores secundarios que han logrado construir un film, que no aspira a ser grande a través de exhibicionismos impúdicos o renovaciones formales. Lo que sí encontramos en Invictus es lo que en cierta oportunidad Desiderio Blanco expresó respecto a los filmes de Howard Hawks, es decir, la permanente renovación del espíritu y el retorno, quizás, a un universo heroico en el que la violencia –aquí expresada con sutileza, a través de ese juego de rufianes practicado por caballeros como es el rugby- halla su justificación en los ideales de los personajes y en su condiciones de vida.

Si Invictus llega a interesarnos es por la serenidad de sus encuadres, por la tensión que genera en el espectador el montaje nervioso y eficaz y por el ritmo sostenido y ascendente que transmiten la profunda humanidad y el enorme talento de un director que en cada una de sus películas comparte con nosotros su entrañable sabiduría otoñal.
ROGELIO LLANOS

sábado, 5 de diciembre de 2009

BASTARDOS SIN GLORIA
(2009, "Inglourious Basterds" - Quentin Tarantino)

Escribe: Rogelio Llanos Q.



Cuando éramos niños e íbamos al cine deseábamos intensamente que la película nos envolviera capturando nuestra atención y permitiendo que nos evadiéramos de nuestro entorno, de nuestra realidad. Queríamos ser engañados, y anhelábamos que la mentira fuera tan buena que resultara en una suerte de invitación a levantarnos de nuestra butaca para ingresar en ese mundo imaginario pleno de emociones e ilusiones.

Muchos films del llamado cine clásico cumplieron a cabalidad su cometido, motivando que nos identificáramos con los sueños y aventuras del protagonista, cabalgando o navegando con él a lo largo de praderas violentas o mares procelosos, y compartiendo al final, jubilosos y emocionados, los abrazos y besos de la joven salvada o de la joven enamorada que espera en casa el retorno del héroe. Ya para entonces, el The End ponía punto final a la aventura ilusoria y nos devolvía -con el encendido de las luces- a nuestra aburrida rutina diaria. Cada función de cine sólo se vive una vez, pero durante esos instantes mágicos, en algunas ocasiones llegamos a tocar el cielo. Ese tiempo era lo que Manolo Marinero llamó de manera entrañable el tiempo lento de Henry Fonda (1).

Durante esa experiencia en la que hacíamos nuestros el espacio y el tiempo de los personajes, en la que nos identificábamos con los ideales del héroe y odiábamos los planes y acciones de los malhechores, estábamos dispuestos a creernos al pie de la letra todo lo que ocurría en la pantalla. Han pasado los años, seguimos viendo con pasión las películas y a pesar de ser muy conscientes de los límites entre la realidad y la ficción, sin embargo ante la experiencia cinematográfica seguimos admirando ese poder fascinador del cine. Y ante cada película nuestro sentido crítico queda en total suspenso.

Tal condición, sin embargo, es parte del espectáculo cinematográfico y lo aceptamos sin duda alguna. No vamos al cine, como muchos piensan, a buscar mensajes profundos o a resolver complicados enigmas para iniciados. No, no. Seguimos yendo al cine para vivir una mentira, una ficción, para divertirnos, en suma. Miramos atentamente las imágenes, nos dejamos llevar por los acontecimientos que ocurren en ese mundo de fantasía y si logramos involucrarnos en él, llegamos al convencimiento de que lo que estamos mirando es plenamente cierto, plenamente real. Eso sí, cada plano, cada escena, cada secuencia, debe contribuir certeramente a que salgamos persuadidos de que lo visto y vivido imaginariamente ha sido auténtico.

Luego de que las luces se han encendido, la reflexión que hacemos, apoyada por una serie de referentes culturales, corresponde a un ámbito que intenta prolongar la experiencia visual mediante el recuerdo de las imágenes apreciadas, y en esa reelaboración descubrimos muchas veces nuevos significados o detalles valiosos que enriquecen, complementan o explican la puesta en escena del film, que a su vez responde al quehacer y al universo del creador de la ficción, o sea el director o cineasta. Esta labor reconfortante de decodificar un film es necesaria y enriquecedora, porque ese quehacer que se desenvuelve mayormente en los predios del entretenimiento o la diversión no tiene nada de ingenuo, aunque lo parezca. ¿Qué hizo para convencernos de la verdad de las mentiras que nos contó a lo largo de la proyección? ¿De qué materias están constituidos sus sueños?

Y aquí tomamos un texto de Mario Vargas Llosa que define bien lo que significa hacer ficción o imaginar: “imaginar otra vida y compartir ese sueño con otros no es nunca, en el fondo una diversión inocente. Porque ella atiza la imaginación y dispara los deseos de una manera tal que hace crecer la brecha entre lo que somos y lo que nos gustaría ser, entre lo que nos es dado y lo deseado y anhelado, que es siempre mucho más. De ese desajuste, de ese abismo entre la verdad de nuestras vidas vividas y aquella que somos capaces de fantasear y vivir de a mentiras, brota ese otro rasgo esencial de lo humano que es la inconformidad, la insatisfacción, la rebeldía, la temeridad de desacatar la vida tal como es y la voluntad de luchar por transformarla, para que se acerque a aquella que erigimos al compás de nuestras fantasías” (2).

El cine como la literatura nos permite soñar. Y del sueño resultan los anhelos y los deseos. Las historias vividas, ¿por qué no cambiarlas? ¿Quién puede impedir que el novelista o el cineasta quieran recrear la propia Historia, al margen de la realidad? ¿Por qué no cambiar el final de una narración o de una película o de la Historia misma? ¿Acaso no recrearon los westerns con sus mentiras, la Historia de los Estados Unidos de Norteamérica?



Quentin Tarantino miente siempre. Es un mentiroso de categoría. Y cuando vamos a ver sus películas sabemos que nos va a mentir. Es más, no oculta sus intenciones y subraya los elementos de la puesta en escena que acentúan la mentira: división de sus films en episodios, que rompen bruscamente la continuidad de la narración; globos garabateados y sobrepuestos sobre las imágenes para hacer pequeños apuntes e indicar que se trata de tal o cual personaje; grandes subtítulos acompañados de una fanfarria burlona o de una música inquietante; tonadas de otros filmes prestados para apuntes irónicos; uso perverso de la animación y cambios de color de la imagen como hizo en Kill Bill (2003); mezcla de tiempos como hizo en Tiempos Violentos (1994, Pulp Fiction); y la infaltable cinefilia a flor de piel que discurre a lo largo de sus películas. Pues bien, mucho de lo que hemos referido aparece en Bastardos sin Gloria. Todo ello debería despertarnos de la ilusión o hipnosis fílmica, y sin embargo, magia cinematográfica de por medio, salimos convencidos de la autenticidad de la experiencia. No sólo hemos sido engañados, sino que, además, hemos disfrutado del engaño.

La materia de la obra de Tarantino es la ficción. Y él vive para ella. Su mundo está al interior de las imágenes. Ese mundo tiene que ser coherente, no importa que tan disparatado pueda ser lo que allí ocurre. Es un mundo con su propia lógica, aunque a veces, pareciera no existir. Existe la acción y la belleza y la fuerza de su ejecución. Existe la mirada y su condición reveladora, el gesto y su potencialidad expresiva, el humor y su capacidad corrosiva, las palabras y sus significados múltiples y ambiguos, el paisaje y la referencia constante al mundo de las imágenes. De todos esos recursos está hecho el subversivo universo cinematográfico de Quentin Tarantino, universo que jamás se define en el campo de lo políticamente correcto y en el que, si le da la gana, pues es capaz de no dejar títere con cabeza.

- 3 –

Ya desde el inicio, en Bastardos…, Quentin Tarantino toca las puertas de nuestra cinefilia y nos anuncia lo que va a ser su película. Las notas melódicas de Las Hojas Verdes del Verano de Dimitri Tiomkin se dejan escuchar al aparecer los primeros títulos de la película. Para los memoriosos, les diremos que este tema musical lo compuso Tiomkin para El Álamo (1960), aquel viejo film que dirigió John Wayne y que estaba encaminado a exaltar la gesta heroica de los americanos y a justificar el arrebato de Texas a los mejicanos. La música, con sus aires nostálgicos y melancólicos, era un buen contraste para la dura epopeya –pasada de contrabando como rigurosamente histórica- de David Crockett y sus muchachos. Tarantino también ensaya su versión ‘histórica’ de un momento decisivo en la segunda guerra mundial y lo que nos cuenta en Bastardos… es, entre otras historias, la acción ‘heroica’ de Aldo Raine (Brad Pitt) y su pandilla patibularia que no tienen mejor idea que practicar el terrorismo entre las hordas nazis apelando a esa práctica india que las películas del Oeste nos ilustró en tantas matinées de nuestra infancia: el ‘scalp’ o sangriento corte de la cabellera del enemigo vencido. El tono burlón y pícaro de Tarantino está, pues, presente desde el comienzo del film.

El primer episodio -´Erase una vez…en la Francia ocupada por los Nazis’ es, sin el menor asumo de duda, una genialidad. Toda la puesta en escena es exquisita y los actores maravillosos. El plano inicial nos muestra al granjero francés La Padite (Denis Menochet) cortando el tronco de un árbol, hacia la derecha está su vieja cabaña, y de fondo tenemos una amplia campiña que semeja la verde pradera norteamericana. Una imagen westerniana - ¿la de Shane, el desconocido (1953, George Stevens), quizás?- que pronto se complementa con el ruido de motores de unos vehículos que se acercan. En la banda sonora, una música da la alerta, como en los spaghetti-westerns, en los que las tonadas o silbidos preludiaban la llegada de los jinetes. Tarantino disfruta plenamente con estos homenajes al cine de sus amores. La presentación formal del oficial alemán, la pequeña caminata hacia la casa, el saludo cortés a las hijas del granjero, el brindis con la leche ofrecida por una de las jóvenes, las buenas maneras del oficial, la desconfianza y parquedad de La Padite, la acuciosa selección de los papeles con la información sobre los fugitivos, el llenado de tinta del lapicero, el detalle de los apuntes del alemán, las preguntas que realiza en tono gentil (pero cuyo significado encierra amenazas), la comparación de los judíos con las ratas, que el alemán realiza con una lógica tan despreciable como implacable mientras disfruta jugando al gato y al ratón con su interlocutor, son momentos que la cámara de Tarantino registra con precisión única, ya con planos de conjunto, ya apelando al revelador plano contraplano.

En contados minutos, Tarantino nos ha ofrecido el retrato completo de uno de sus protagonistas principales: su sonrisa, su amabilidad, su cultura sirven para avasallar y transmiten miedo y terror. Instalada la tensión, la cámara, en movimiento virtuoso, rodea a los personajes y se ubica entre ambos. Allí, en esa posición se detiene por unos segundos, y efectúa un travelling descendente para mostrar que en el subsuelo están escondidas las personas que Hans Landa (Christoph Waltz), el despiadado cazador de judíos, está buscando con el empeño de un perro de presa. Sabemos, en ese instante, el duro desenlace que va a tener lugar. Tarantino, perverso y genial, juega con el punto climático de la secuencia, y lo posterga, dilatando la acción, al mismo tiempo que redondea el notable diseño del asesino. Landa es culto, políglota, inteligente, ilustrado, dotado de un gran sentido del humor, y burlón e irónico hasta la perversidad. ¡Cómo habrá disfrutado Tarantino dirigiendo al extraordinario Christoph Waltz, cuyo paso de la sonrisa cínica a la mirada gélida y escrutadora es uno de los grandes momentos de la película!

Tras la descarga de la energía acumulada que se salda con el acribillamiento de los judíos escondidos en el sótano, el episodio se cierra con la huida de la joven judía, Shosanna. a quien el oficial alemán únicamente destina un disparo imaginario. Landa es lo suficientemente orgulloso como para salir y correr tras ella. Su accionar es esencialmente minimalista, y su personalidad es la del cazador que apela a la trampa y a la paciente espera. Un retrato formidable del mal.


El segundo episodio lleva por nombre el título de la película: ‘Bastardos sin Gloria’. La escena inicial nos lleva por los predios de las películas de comandos, y más específicamente por la de Los Doce del Patíbulo (1967, The Dirty Dozen, Robert Aldrich). Brad Pitt, con la mandíbula prominente a lo Marlon Brando en El Padrino, es Aldo Raine, el agresivo y violento líder de una banda de desadaptados, salidos de prisión y cuya misión no tiene ribetes de heroicidad alguna como es característico de las películas del género–la toma de un estratégico puesto enemigo o el rescate de compatriotas apresados por los nazis.

No, para Raines, el objetivo es aterrorizar a los Nazis, vía el asesinato y el ‘scalp’. Lo peculiar de este comando es que está compuesto por judíos. La caza del hombre no es ahora la del blanco contra el negro, ni la del nazi contra el judío. Es todo lo contrario. Es decir, estamos ante una situación opuesta a la ortodoxia del género bélico y atípica en el campo de las imágenes cinematográficas. En tal situación, al decir de algunos espectadores de origen o ancestros judíos, Tarantino estaría faltando a la verdad histórica y olvidando el significado del holocausto, tema tan sensible para una raza que sufrió uno de los mayores genocidios que registra la historia.

No es este el espacio para entrar en una polémica del tipo ‘los judíos fueron las víctimas y no los asesinos’. Creo que Tarantino tiene las cosas muy claras respecto a lo que significó el Holocausto, pero creemos también que el cineasta sabe muy bien que los Holocaustos actuales tienen como víctimas a otras razas y que los muros de la vergüenza y los hacinamientos humanos no han sido generados únicamente por las hordas nazis. Por otro lado, el ser humano tiene una entraña violenta, que no la define la raza ni la condición social. ¿Judíos en pos de venganza? Perfectamente factible, y las reacciones primitivas que tal pulsión desencadena son totalmente impredecibles.

Lo que Tarantino ha pretendido es transgredir el género y hacer que los personajes tradicionalmente identificados como héroes sean rebajados a la quizás más baja condición humana: el sadismo, la carnicería como conducta habitual. Condición humana, pero primitiva, desencadenada por el medio y las circunstancias propias de la irracionalidad de un conflicto armado.

El cine americano ha vertido toneladas de tinta roja –como solía llamarla Godard a la sangre que se muestra en las películas- en su afán de acentuar la verosimilitud de las escenas filmadas. Tarantino disfruta apelando a esos recursos con los que provoca al espectador. Alguien podría preguntarse, ante los ‘scalps’ mostrados, si de repente Tarantino se olvidó que estaba haciendo una película bélica y pensó que se encontraba en los predios del western. No, no ha habido confusión alguna. Para Tarantino los límites entre un género y otro a veces son inexistentes, como lo es el paso de la risa a la tensión o del drama a la comedia. Bastardos… es un film bélico, pero con una entraña westerniana, sin olvidar las incursiones en la llamada comedia de guerra. Los films del Oeste están presentes a lo largo de la cinta, y con ellos uno de los íconos de Tarantino, el realizador Sergio Leone. El título del primer episodio, la intensa acumulación de energía en algunas escenas decisivas así como su violenta descarga final, aluden a un estilo y a una manera de ver el mundo que Leone evidenció en su filmografía, especialmente en sus obras maestras: Lo Bueno, Lo Malo y Lo Feo (1966, Il Buono, il Brutto, il Cattivo), , Érase una Vez en el Oeste (1968, C’era una Volta il West ) y Érase una vez en América (1984, Once Upon A Time in America).

Además, es interesante ver cómo Tarantino contrapone a sus protagonistas, subvirtiendo las conductas de cada uno de ellos. Si en el primer episodio tenemos un interrogatorio en el que el alemán, el tradicional ‘malo’ de la película, apela a las buenas formas para obtener la información necesaria para conseguir su cometido, en el segundo episodio, vemos al americano, el tradicional ‘bueno’ del género bélico apelando al sadismo y a la crueldad para obtener los datos que requiere su misión. El alemán –un nazi inconmovible- muere como un valiente y nuestro supuesto héroe –encarnado por la súper estrella del momento Brad Pitt- exhibe con desparpajo su patanería e instinto asesino.

El film cierra toda posibilidad de identificación alguna con los personajes, todo está trastocado en el film de Tarantino. En el comando aliado no hay nada ejemplar: acribillan a balazos a sus víctimas, matan a sus prisioneros utilizando bates de béisbol y haciendo alarde de su demencial acción, rescatan de prisión a un psicópata que se relaja afilando su cuchillo y cuyo solaz es destripar nazis. Las imágenes con las que Tarantino ilustra el accionar de sus Bastardos son duras, pero a fuerza de ser tan explícitas, revelan el ánimo provocador de un director dispuesto a dar la pelea y evitar hacer concesión alguna al espectador. Tajante, reafirma una y otra vez que en este mundo, donde la crueldad se ejerce con humor y se mata con la sonrisa en los labios, no hay espacio alguno para el héroe.

La imagen de Hitler es caricaturesca y a Tarantino le importa un comino si tiene un parecido físico o no con el referente real. Para él, la dimensión del personaje se reduce a la del ‘comic’. Una figura de folletón a la que hay que darle su merecido, y ya que la historia nunca fue categórica en establecer su muerte, pues el cine de Tarantino sí puede exhibir con pelos y señales, con saña, premeditación y alevosía que uno de los mayores asesinos de la historia cayó bajo las balas de unos personajes salidos del Ser o no Ser (1942) de Lubitsch. Están, pues, advertidos los criminales y genocidas que caminan impunemente en nuestra aldea global.


Los tres episodios restantes ‘Noche Alemana en París’, ‘Operación Kino’ y La Venganza de la Cara Gigante’ revelan abiertamente el carácter cinéfilo del film. Si en el primero todo había sido sutileza, y en el segundo la violencia se extremó hasta adquirir aires caricaturescos, en los episodios restantes, Tarantino optó por el desborde cinéfilo.

Aquí encontramos a la joven judía Shosanna, cuatro años después de su providencial fuga de la casa del granjero La Padite, cambiando los letreros de la marquesina de una sala de cine de su propiedad. Ha concluido un ciclo de películas dedicado a la cinematografía alemana con homenaje a la famosa directora nazi del momento, Leni Rifensthal. En la marquesina, sin embargo, ella hace figurar también el nombre del director Georg W. Pabst, que la joven Shosanna mantiene allí, quizás como contraponiendo el cine social y antibelicista de este maestro del cine alemán a los filmes grandilocuentes y patrioteros de la Rifensthal. Si alguien exige que Tarantino tome posiciones, pues tendrá que interpretar, bajo las coordenadas cinéfilas, cada detalle de su cinta.

En cierto momento ella le dice al joven sargento alemán que la pretende algo así como que los franceses suelen respetar a los directores de cine. Tarantino no puede con su genio y homenajea a Francia y a sus críticos y cineastas, haciendo además que la bella joven judía convierta su cine, que ha sido su último refugio, en un centro de resistencia contra la ocupación alemana y lugar de definición del gran conflicto bélico.

Las escenas de Shosanna y el sargento nazi rebosan cinefilia. Cuando él la encuentra en el restaurante, en la banda sonora un acordeón desgrana las notas de El Dólar Agujereado (1965, Giorgio Ferroni). Sutil alusión a la venganza que ella llevará a cabo. El rechazo de ella, visceral y primitivo, está teñido de un inocultable odio al pensamiento e ideología alemanes. Pero esta oposición no se explicita a través de discursos sino a través de gestos y actitudes. Como por ejemplo preferir el amor de un hombre de color al de un ‘genuino’ representante de la raza aria. Hay ironía, también en el rechazo: ella lo llama el Sargento York alemán, cuando se entera que entre sus compatriotas es considerado un héroe de guerra por haber liquidado con su fusil a más de doscientos soldados enemigos. Entre líneas, aludiendo al film de Howard Hawks, ella le dice que los americanos han hecho con anterioridad tal alarde de heroicidad.

Que el sargento por obra de Goebbels se convierta en actor de una película que recordará su hazaña y que dicho film, motivo para una gran celebración de la jerarquía nazi, se estrene en el cine de la joven judía, fueron los puntos desencadenantes que cambiaron el curso de la historia según Tarantino, transformando a las víctimas en victimarios. Shosanna se convierte, entonces, en el ángel vengador cuyo temple y decisión la hermana a la Uma Thurman de Kill Bill; Marcel, el amante de color que no por casualidad pasa delante del afiche de la película El Asesino Habita en el 21 de Georges Clouzot, es el ejecutor; y las viejas películas de nitrato, como los libros en Fahrenheit 451 (1966, Francois Truffaut), son el combustible letal que arde en una suerte de ritual vindicativo y purificador.

Pero, previos al final apocalíptico, Bastardos sin Gloria nos depara otros dos grandes momentos cinematográficos: el interrogatorio de Shosanna por el oficial Landa y el encuentro de los espías aliados en la taberna alemana. Si en el primero, la acumulación de tensión desemboca en una abrupta resolución ambigua (él se aleja bruscamente y ella respira hondo y se alivia llorando por el miedo experimentado) que alimenta la idea del lobo relamiéndose ante su presa; el segundo, es una vez más, un homenaje al Sergio Leone de los duelos dilatados al extremo, y aquí sí la descarga de energía es tan violenta y visceral que no hay fuerza ni razón alguna que permita salir indemne a los protagonistas de semejante carnicería.

La resolución final de Bastardos sin Gloria tiene lugar simultáneamente en la sala de proyección, donde se filtran e insinúan las violentas pulsiones de Duelo al Sol (1946, King Vidor), y en el écran donde el rostro congestionado de Shosanna, anunciando su venganza, alude al de Renée Falconetti en Juana de Arco (1928) en el momento en que se inmola en la hoguera en el film de Carl Theodor Dreyer.

Para Quentin Tarantino, pues, la historia oficial no tiene mayor significado que el de servirle de base o referencia para transgredirla, burlarse de ella o subvertirla. En realidad, en cada film que el cineasta encara con tanto empeño, inventa su propio mundo, dotándolo de coherencia y sentido, aún cuando en su concepción el absurdo, el disparate o la contradicción misma sean su derrotero.
Que una actriz de cine famosa alemana sea una espía de los aliados o que el alto mando británico encargue a un agudo crítico de cine la ejecución de una operación de sabotaje son hechos posibles en el universo de Tarantino. Que sólo el cine puede salvar a la humanidad podría ser una conclusión de esta película, eminentemente cinéfila. Que la historia la escriben los vencedores, como alguna vez se dijo, es una verdad relativa que el cine podría rebatir. Que el mundo de la ficción es ancho y no es ajeno, sí es una verdad definitiva que el séptimo arte reivindica a plenitud.

Tarantino sabe que vive en una sociedad violenta e injusta, sabe, además, que en el plano de lo real las grandes utopías pueden conducir a grandes grupos humanos a desastres mayores, por tanto, propone repensar la realidad, transformándola, repartiendo nuevos roles, y recomponiendo, con indudable humor, el mundo a su antojo. Si tomamos y aceptamos su opción o la dejamos, eso ya corresponde a cada quién. Por mi parte, yo la tomo.

Rogelio Llanos Q.

lunes, 2 de noviembre de 2009

EL SILENCIO DE LORNA, Jean Pierre y Luc Dardenne 2008
DIVERSOS CAMINOS, UN SUEÑO

En los primeros planos El Silencio de Lorna, el rostro de la protagonista (Arta Dobroshi) descubre optimismo, esperanza, ilusión. Unos miles de Euros más en su cuenta bancaria le permitirán asegurar la realización de sus sueños: adoptar la nacionalidad belga, tener un restaurante propio, asentarse felizmente con su pareja allí, lejos de su Albania natal. Todo parece caminar sobre ruedas: el matrimonio arreglado con Claudy (Jérémie Renier) y la espera del momento adecuado para el divorcio; pero hay un pequeño problema: Claudy es un adicto a las drogas y se ha vuelto dependiente de Lorna.

Para ella, aparentemente su objetivo en la vida está muy claro. Y por ello no duda en participar de la farsa organizada por una pequeña banda de delincuentes que venden la nacionalidad a extranjeros vía los matrimonios por conveniencia y a plazo determinado. El dinero, el beneficio económico, la inserción en un medio social que ofrece seguridad y estabilidad cuentan más que las relaciones humanas. En el mundo frio y gris reflejado por los hermanos Dardenne los sentimientos cuentan poco o tienen un precio: Claudy se ha casado con Lorna por una suma de dinero; Lorna vive por conveniencia con Claudy y sólo le preocupa la adicción de éste a las drogas en la medida en que puede afectar el acuerdo; Sokol (Alban Ukaj) el amante de Lorna no duda en quitarle su dinero cuando ella adopta sus propias decisiones; Fabio (Fabrizio Rongione), el líder de la banda, no tiene reparo alguno en optar por el asesinato y el aborto para evitar perder un negocio.
Pero los Dardenne confían en la posibilidad de la redención del hombre. Hay un resquicio de humanidad en las conductas de estos seres primitivos que sobreviven en esas junglas de asfalto y acero recubiertas de modernidad y aparente confort. De pronto, la indiferencia de Lorna ante los dolores de Claudy se torna en compasión, y el pote de agua puesto en el suelo como quien da de beber a un perro es levantado y llevado a los labios del enfermo; la indiferencia ante la suerte futura del adicto se transforma en preocupación por su vida y la búsqueda de un medio para preservarla; la violencia ejercida por Lorna sobre Claudy para evitar su recaída en el consumo de drogas se convierte en la necesidad vital de ofrecerle su cuerpo como medio de desviación de aquellas pulsiones autodestructivas.

Y es entonces cuando Lorna inicia un movimiento en sentido inverso al establecido como vía para lograr la realización de sus ilusiones. Es el único momento donde los Dardenne comunican la alegría de los sentimientos descubiertos. Momento efímero de ¿felicidad? de los personajes compartiendo la cotidianeidad, haciendo un pequeño plan para el día, un brevísimo paseo en bicicleta, pero luego una elipsis abrupta que nos pone de inmediato en contacto con la tragedia…o que nos devuelve a la cruel realidad. A partir de allí, la lucha personal de Lorna por reivindicar su humanidad deviene en una fuga de final impredecible por salvar la propia vida.


Hay en El Silencio de Lorna una diferencia apreciable con respecto a las otras películas de los Dardenne. Tanto en El Hijo (2002) como en El Niño (2005), la cámara de los Dardenne se mantiene muy cerca de los personajes, su ángulo es mucho más cerrado, enfocándose en el drama personal de los protagonistas, reflejando en detalle sus reacciones, en una suerte de aislamiento respecto al entorno en el que viven. Su ritmo, además, es a paso de carga, asumiendo la cámara el punto de vista de los personajes o tornándose en cómplice de su deambular, de sus gestos o de sus movimientos. En El Silencio de Lorna, la cámara se abre hacia el mundo exterior, permite que sus luces y sombras se filtren en el quehacer de los personajes. Hay, de alguna manera, una sensible pérdida en la ambigüedad de sus conductas, su exposición es mucho más directa y menos compleja. Ello, no obstante, no llega a perjudicar al film en cuanto a interés o capacidad de fascinación. Lorna, comparte con los protagonistas de las otras historias de los Dardenne, su marginalidad, su soledad, su angustia. El último film de estos cineastas belgas no estará a la altura de los grandes momentos de El Niño o de El Hijo, pero no es, en manera alguna, indigno de ellos. Y la belleza y talento de Arta Dobroshi, su joven actriz, ya quedó grabada en nuestras retinas y en nuestro corazón.
ROGELIO LLANOS